Parapetos

Parapetos

 

Los paisanos armados y con el gesto crispado se movían de un lado a otro buscando a alguien que les dijese lo que tenían que hacer, todos menos uno y un grupo que lo escuchaba hablar mientras fumaba en pipa. 

Amartillé el mosquete, me lo eché a la cara y disparé. El indio que venía hacia mi, con el tomahawk en alto, cayó fulminado hacia atrás mientras ahogaba en la garganta el grito de guerra que tan furibundamente lanzaba tan solo un segundo antes. El resto de la trinchera hizo lo propio y pude sentir como a izquierda y a derecha los fogonazos se sucedían. Después de disparar retrocedíamos para recargar y permitir que la segunda línea apoyase sus fusiles sobre el parapeto para apuntar. Los milicianos intentaban seguir nuestro ritmo de carga y disparo, pero una cosa es disparar y recargar cuando estás cazando ciervos y otra muy distinta es cuando a lo que disparas devuelve el fuego o viene hacia ti encolerizado y deseando ensartarte en una bayoneta o en una lanza. Los pocos soldados manteníamos el orden en la trinchera.

Apenas estábamos 29 soldados españoles y dos centenares de milicianos reclutados de entre los habitantes de la ciudad, además y tras mucha insistencia se nos unió un grupo de ciento cincuenta milicianos franceses.

 – Ya sabéis, los franceses eran nuestros aliados entonces, cosas de familia. 

El día 26 de mayo de 1780 amaneció caluroso y húmedo para ser primavera. El gobernador de la ciudad de San Luis, nuestro capitán Fernando de Leyba, había tenido noticias de que los ingleses, apoyados por cientos de indios, pretendía atacar el enclave español en el río Mississipi. Metidos ya en guerra y apoyando a los americanos, estaba dispuesto a defenderlo a toda costa por lo que comenzó la construcción de una torre defensiva en la que instalar la poca artillería de que disponía y desde la que otear el contorno para ver por donde vendría el peligro. Esto, junto a las trincheras, constituía el bagaje defensivo de la ciudad. No era mucho pero era más de lo que esperaban encontrar los ingleses.

Cuando Leyba se enteró reunió a los jefes y oficiales y explicó la situación

– Con orden y valor se podrá hacer frente a lo que se nos viene encima, si cunde el pánico, sin duda arrasarán la ciudad con todo lo que dentro se encuentre, personas, animales o cosas.

El gobernador entonces sacó el sable y rasgando el suelo fijó una línea recta

– Aquí la trinchera.

Avanzó unos metros y señalando con la punta de la espada

– Y allí la primera torre.

Nuestra artillería disparaba desde lo alto de la torre hacia el campo en el que los atacantes corrían hacia las defensas de la ciudad. La infantería de línea británica se mantenía en orden pero a cierta distancia después de haber visto como eran rechazados los indios, estos atacaron con valor y decisión pero sin orden, en tromba, lo que, junto a sus terribles gritos de guerra y su aspecto, les hacía temibles en campo abierto o contra un objetivo no fortificado, otra cosa era lo que tenían delante.

 – Un parapeto convierte a un hombre en diez, hacedme caso y poned todo aquello que encontréis frente a la puerta y justo los cañones detrás.

Como os decía a mitad de mañana los casacas rojas se dieron la vuelta y en perfecto orden se fueron por donde vinieron internándose en el bosque cercano, mientras que los indios enfurecidos y en busca de un botín más fácil, arrasaron todas las granjas que encontraron en los alrededores.

Los vítores salieron de toda la línea y de lo alto de la torre, eran gritos para descargar la tensión y el miedo.

 – Que de todo hay en la guerra – apuntó a los que le rodeaban.

 En junio enfermó nuestro capitán y pronto murió. Don Francisco Cruzat, el nuevo gobernador, atendió la petición de ayuda de dos jefes Milwakee, una de las que eran aliadas de España, y que le pedían hombres para tomar un fuerte inglés en el norte, Saint Joseph, en el que almacenaban las provisiones necesarias para volver a atacar San Luis y el resto de las ciudades de nuestro rey a lo largo del Mississipi.

 – Se ve que ya están cerca, mirad toda esa gente que llega a la plaza corriendo y se oyen disparos cercanos. Escuchad, ya acabo.

Con las ganas que teníamos de revancha por el ataque de la primavera no dudamos en presentarnos voluntarios, así que a las órdenes del capitán Eugenio Pouré partimos unos 60 hacia el norte. Marchamos en pleno invierno y en barco surcando las aguas del Missouri y luego del Kankakee hasta que el hielo nos hizo poner pie a tierra, o mejor pie a hielo, para continuar nuestro camino. Fue una marcha penosa por el frío y el hambre pero al fin, el 12 de febrero por la mañana y después de cuatrocientas millas estábamos preparados para vengar lo de San Luis. Nos lanzamos al ataque y los cogimos por sorpresa, no llegamos a disparar ni un tiro. Por suerte no había guarnición inglesa y la milicia no opuso resistencia. Incautamos la bandera británica que nuestro capitán llevó de vuelta a San Luis e izamos la de España tras tomar posesión de todas aquellas tierras en nombre de nuestro rey Carlos III. Pasamos apenas veinticuatro horas y emprendimos el regreso sin haber perdido ni un solo hombre en toda la expedición.

 – Pero lo que por ahí viene es lo mejor del ejercito francés, mi sargento- dijo un chaval pistola en mano.

– Franceses, ingleses, indios, da igual, todos sangran y con valor todo es posible.

– ¡Vamos sargento deje de contar batallas y mueva a esa gente para que se ponga tras los cañones!

– Sí señor, ahora mismo. Me crujen los huesos al andar, ya soy demasiado viejo. Venga todos detrás del parapeto, ya habéis oído al capitán Daóiz.

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